El paraíso de los tontos resuena con fuerza cuando pensamos en la respuesta colectiva al cambio climático. En lugar de enfrentar el carácter irreversible de la crisis, hemos elegido sostener la ficción de un orden estable. Esa negación no es ingenua, pues funciona como un dispositivo de poder que garantiza la continuidad de un modelo económico y político en el que las dinámicas del capital permanecen intactas.
La reorganización del espacio geográfico es producto también de estas relaciones y el cambio climático no es un accidente natural, sino la manifestación espacial de desigualdades estructurales donde regiones enteras son sacrificadas para sostener la promesa de prosperidad de otras. En este contexto, el paraíso es la imagen de una geopolítica del autoengaño. Los centros de poder están inmersos en una ilusión de continuidad mientras las periferias comprometen de manera irreversible la tierra y el agua. Un mundo perfecto para los privilegiados que son a la vez sus principales destructores.
En el corazón de la exposición está un mapa político fracturado con los 195 países reconocidos por la ONU, modelado en arcilla reciclada, recubierto de alquitrán y sometido al fuego. Un atlas agrietado, ennegrecido, cubierto por rosas carbonizadas. El alquitrán y el fuego le dan espesor material a la metáfora, pues remiten a las dinámicas extractivas y energéticas que han precipitado el colapso climático. Y la superficie que ha pasado de ser riqueza vegetal a residuo confronta al espectador con la catástrofe, con la certeza de que el tiempo se ha agotado.
Cuatro naciones se negaron a firmar el Acuerdo de París de 2015 -Estados Unidos, Irán, Yemen y Libia-, cuyo propósito era “mantener el aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de 2°C con respecto a los niveles preindustriales y procurar los esfuerzos para limitar ese aumento a 1,5 °C” (UNFCCC, 2015). El caso de Estados Unidos revela la fragilidad del consenso climático: firmó el acuerdo en 2016, se retiró en 2020, regresó en 2021, y en 2025 volvió a anunciar su salida, en una postura que advierte que el compromiso ambiental es una coyuntura electoral y no una política de Estado. Irán nunca firmó debido a sanciones internacionales, mientras Libia y Yemen permanecen al margen, atrapados en conflictos internos que les impiden adquirir compromisos multilaterales. Al aislarlos o ubicarlos por fuera de la lógica del mapa, Arias los convierte en espectros. Invisibles en la exhibición, acechan el espacio desde las sombras.
El segundo núcleo de la exposición desplaza la atención hacia el agua. Los tapices diseñados por Fernando y tejidos por artesanos de Cachemira -una región marcada por las crecidas del río Jhelum y la disputa entre India y Pakistán por los recursos hídricos-, fueron elaborados a partir de bancos de imágenes digitales. La operación formal traduce la inmediatez efímera de lo digital en superficies que le dan peso y textura. En la forma de ondulaciones o de inundaciones, el agua aparece en la urdimbre del textil como fuerza vital y, a la vez, destrucción.
La inclusión de las 44 islas en fragmentos cerámicos dispersos en el suelo radicaliza aún más esta reflexión. La fragilidad de los estados insulares, hoy amenazados por el aumento del nivel del mar, se hace explícita en piezas que obligan al espectador a vigilar sus pasos. El Intergovernmental Panel on Climate Change advirtió que, incluso con un aumento limitado a 1,5 °C, algunos ecosistemas de islas bajas corren el riesgo de pérdida irreversible. En términos físicos, la expansión térmica del océano y el derretimiento de Groenlandia y la Antártida, producirán erosión costera, salinización de acuífero y su desaparición.
La exposición no concede espacio al optimismo. No ofrece promesa ni consuelo. Confronta al espectador con la evidencia de que los dispositivos de la modernidad no ofrecen una posibilidad de estabilidad y repite, más bien, lo que muchos científicos han advertido: que no existen soluciones claras para revertir el cambio climático ni la fatalidad. Si queda alguna verdad, es que habitamos las ruinas de un paraíso y que el costo de sostener esta ilusión es inconmensurable.