En Cali nadie hace arte con el último update. La historia visual de esta ciudad se ha escrito en versión beta con elementos reciclados, sonidos saturados, videojuegos crackeados y sueños en pixeles. La estética local —y su política— es hechiza por necesidad y por decisión. En Hechizo, Johan Samboni (Cali, 1995) ensambla un ensayo material hecho con reproducciones de carátulas piratas; paisajes anhelados en vinilo y texturas alteradas de lo cotidiano. Como un videojuego latinoamericanizado, la exposición apunta a una idea incómoda: lo que consumimos como realidad es, en gran medida, decoración.
Lo hechizo —ese término que nombra lo trucho, la versión imperfecta, lo que aspira a ser pero no llega— funciona como categoría ontológica. No hay original. Solo acumulación de copias fallidas, escenografías en baja resolución, narrativas que no terminan de encajar. Simulaciones incompletas por exceso de referencias, de interferencias, de ruido. Lo hechizo no es un efecto secundario; es un error programado en el sistema de la imagen.
Desde sus primeras piezas, Johan ha trabajado en operaciones donde la superficie y la resolución no son problemas técnicos, son políticos. En sus pinturas e instalaciones, la baja definición es la visión desde el oriente de su ciudad. No se pinta desde la fidelidad al referente, sino desde la experiencia de vivir entre copias y simulaciones. Y en este entorno, la piratería —como forma de acceso y realidad compartida— aparece como el único canal hacia la representación.
Aquí no hay una idea de barrio, sino la forma en que el barrio es producido como ficción. Un archivo afectivo donde los videojuegos, las pinturas y las instalaciones operan como el software cultural con el que ser renderiza un territorio. En las periferias de internet pirateado, los referentes no llegan completos: llegan en forma de juegos. Juegos hackeados, con glitchs, parches y NPCs que se repiten. Como si fuera GTA San Andreas, donde los jugadores intervenían mapas y personajes para instalar sus propios relatos, Johan construye una metáfora visual de lo marginal desde una tautología de imágenes que se alimentan entre sí.
Cada pixel es una unidad mínima de representación que, por su propia naturaleza, indica escasez: el intento por reconstruir la imagen con la menor cantidad posible de información. Y eso —ese render que no alcanza— es lo que define cómo se han representado históricamente ciertos cuerpos y ciertas geografías: con pocos datos, sin contexto, y a distancia. En Hechizo, los materiales de autoconstrucción urbana —tejas, cemento, lata, pintura reusada— se comportan como píxeles físicos: los fragmentos con los que se monta una escenografía precaria del deseo. No hay ilusión de completitud. Pero hay remiendo, hay invención.
La apuesta conecta con los debates sobre la estética post-internet, donde la lógica de la navegación, la interfaz y la sobreinformación condicionan la forma en que se producen y se habitan las imágenes. En este universo no hay profundidad, hay superficie mutante. Todo se resuelve en la carne ficcionada. Todo es escenografía. Pero ahí —en esa superficie— es donde se juega la política de la representación. Así que pensarla es trazar algo parecido a una cartografía del poder. Porque Johan Samboni sabe que la imagen que construye lo marginal no nace necesariamente del margen, sino de un centro que lo necesita como decorado.
Ana Cárdenas