Las cosas. Sirven. Fascinan. Cargan memorias. Tejen comunidades. Instauran hábitos. Irrumpen. Controlan. Nos miran. ¿Con qué soñarán cuando no las vemos ni las usamos ni las poseemos? Quizás se despojen del triunfo práctico que suponen, de la serialidad industrial que las condena o del brillo con el que las reviste nuestro deseo. Quizás deliren cuando apenas sean cosas ahí, tiradas en el mundo. Entonces se desactivan para escapar a su modesto destino. Al menos eso es lo que hacen las que hoy se reúnen en esta sala.
Están aquí librando salvajes combates, no con enemigos externos sino con sus entrañas. Tienen una enfermedad autoinmune: la pulsión que las destruye viene de adentro. Las subleva contra la función para la que fueron creadas: los zapatos no calzan, los destapadores no destapan, la máquina de escribir no escribe. Los materiales contradicen su uso. Las instrucciones que las hicieron posibles estallan. Entonces a carcajadas se transmutan en símbolos de sí mismas.
Con sus deformidades, ellas hacen preguntas: ¿A quién le sirven las cosas, a quién no? ¿Qué historia cargan? ¿Qué permiten, qué prohíben? ¿Qué muestran, qué esconden? ¿Qué anormalidad vuelven normal? En su pesadilla, drama o comedia, estas cosas se violentan y agitan, reconstruyéndose en formas imposibles. Han perdido su uso original. Sin embargo, esa in-utilidad las libera. ¿Qué umbrales se abren cuando se desbarata el sentido común que las hizo posibles? ¿Qué susurran o gritan las cosas?
Sus fallas y caídas ponen en primer plano síntomas sociales ahogados, crisis no resueltas, las sombras de la razón, los huecos entre las palabras, la tiranía de lo real. Cosas impertinentes y sublevadas, que explotan en las manos y en los ojos. Cosas que en los tiempos virtuales recuerdan el peso de la materia en el mundo y les dan un nuevo aire a los tradicionales gestos escultóricos. Cosas que apasionan a los artistas, que las han vuelto ahora su más vigoroso lenguaje.