Adam Goldstein se ha propuesto dotar (o si se quiere recuperar) la profundidad y trascendencia de la pintura en una ambiciosa operación metonímica desde su quehacer. Sus óleos conservan esa densidad material que, a través de capas superpuestas, crean una imbricación de texturas y efectos cromáticos que operan a manera de indicio, indicio no decodificable que, a falta de referentes trascendentes (un más acá o más allá), sólo pueden operar sobre sí mismos. Sin embargo, esta exposición fraguada como una puesta en escena, revela al espectador los referentes desde los que Adam Goldstein nutre su oficio como artista y artesano. 

Los óleos autorreferenciales, signo y materia mudos para el contemplador, trascienden como indicio de un más acá cuando se relacionan con los terrarios, el boscoso varillaje y, por supuesto, las luces y proyecciones. Los terrarios -el encapsulamiento de una naturaleza viva- constituyen el artificio elegido por Adam para dar cuenta de un vínculo íntimo con una naturaleza no conceptual sino vivida como experiencia fundante de su proceso creativo. Esta naturaleza representada trae adherido su propio tiempo como condición de posibilidad. Y este tiempo, en contraposición al tiempo cronológico que el capital ha atiborrado de luces estridentes, es el tiempo circadiano fundado en ciclos complementarios de luces y de sombras.

Viene a mi memoria, quizás algo caprichosamente, cómo J. Tanizaki, en su conocido ensayo El elogio de la sombra (1933), esgrime un alegato a favor de lo umbrío, lo misterioso, lo no visible como condiciones esenciales de una mirada y de una tradición estética que ha empezado a resquebrajarse por la influencia del paradigma estético moderno europeo, paradigma definido por sus ansias de claridad, transparencia y objetividad. La muestra parece pretender recuperar a través de una mise en abyme del signo cromático el territorio umbroso y sagrado de un significado que sólo puede comunicarse como experiencia. En la sobresaturación visual, que es también una saturación de luz, Adam Goldstein ha conseguido salvar este anacronismo a través del artificio material, pues su naturaleza, aunque viva y presente, es representación que configura un metarrelato para su propia obra (un más acá de la pintura). 

El eidôlon -fantasma de los muertos, espectro, y sólo después imagen o retrato- que ha perdido sus contornos bajo la intensa luz del escepticismo moderno, restituye su significado y corporeidad a partir de la representación de una experiencia subjetiva que es también, como arte y artesanía, obra.     

 
Extracto del texto escrito por
Hildebrando Espitia