El tejido no es un lenguaje dócil. Es un campo en expansión que se abre en cruces y caídas. En la obra de Rosana Escobar (Bogotá, 1991) y Vanessa Gómez (Cali, 1988), la fibra se despliega como un lenguaje vivo que oscila entre lo salvaje y lo doméstico, entre el caos y el orden. Lo animal y lo vegetal se entrelazan hasta confundirse: la materia revela sus afinidades miméticas.
Las artistas se aproximan al material desde la escucha; reconocen su vibración, su resistencia, su flexibilidad, su ritmo. La fibra no se somete: se acompaña. Escobar trabaja desde la evidencia cromática y el contraste, creando tramas que evocan espinas, trenzas y colas de caballo. Gómez se inclina hacia la sutileza que desestabiliza, allí donde un hilo es capaz de alterar el compás. Ambas operan desde la intuición como una paradoja: sobre la estructura estable de la urdimbre, se permiten la apertura a lo inestable.
Hay plena conciencia de la herencia que asocia lo textil a lo femenino y lo doméstico, pero las artistas no buscan negarla, sino resignificarla. El tejido no es un oficio subordinado, es una forma de pensamiento material y simbólico capaz de producir imagen y discurso. En las manos de Escobar y Gómez, la urdimbre y la trama son soportes conceptuales tanto como plásticos, espacios donde se cruzan la memoria de la labor y las tensiones del territorio. El textil se afirma como un lenguaje expandido que carga con su peso histórico y, al mismo tiempo, abre el tiempo.
Las fibras recolectadas en paisajes rurales y entornos urbanos son reservorios de prácticas artesanales e industriales, memorias de lo comunitario, de lo indígena y lo campesino. En cada material late un tiempo cosechado, una experiencia social, una memoria: la paja como abrigo del páramo, la crin como vestigio de lo indómito, el fique que circula en manos campesinas antes de llegar al taller, el yaré extraído en la Orinoquía, el chiqui chiqui rescatado de escobas en los mercados locales, la cortadelia que viaja en un gesto de colonización inversa. En este tránsito, la obra se muestra en permanente transformación: una pieza conduce a la siguiente, una investigación germina en otra. El control negocia con la maleabilidad, y el oficio artesanal se expande hacia lo artístico para desbordarse.
En este diálogo, lo que se ata no clausura: sostiene. Nudos, trenzas y amarres son gestos de cuidado que permiten que lo salvaje conserve su rebeldía. Es la convivencia de lo heterogéneo que no se diluye, que mantiene viva la tensión entre lo indomado y lo domesticado. En esa tensión -entre orden y caos, entre lo sutil y lo evidente- Escobar y Gómez urden un territorio compartido. El límite deja de ser frontera y se convierte en apertura. Como en toda cosecha, lo recogido vuelve a sembrarse, y el tiempo se urde de nuevo.