Frenhofer descubre ante los ansiosos Porbus y Poussin la pintura de Catherine Lescault, esa obra a la que el viejo Frenhofer dice haber dedicado al menos una década y que deberá -piensa él-, constituir su legado, su prenda última de inmortalidad. Nicolas Poussin, el célebre pintor clasicista, interroga desconcertado a Porbus (Frans Pourbus el Joven) por sus impresiones: Porbus atestigua al joven Poussin una idéntica extrañeza, ninguno de los dos ve nada.
—¿Veis vos algo? –le preguntó Poussin a Porbus.
—No. ¿Y vos?
—Nada.
Los dos pintores dejaron al viejo con su éxtasis y miraron si la luz, cayendo a plomo sobre el lienzo que les mostraba, no neutralizaba todos los efectos; examinaron entonces la pintura por la derecha, por la izquierda, de frente, desde abajo y desde arriba.
—Sí, sí, es un cuadro –les decía Frenhofer, equivocándose sobre la finalidad de aquel examen escrupuloso–. Mirad, aquí tenéis el marco, el caballete, aquí están mis pinturas y mis pinceles.
Y cogió un pincel que les ofreció con gesto ingenuo.
—El viejo lansquenete se burla de nosotros –dijo Poussin volviendo ante el pretendido cuadro–. Solo veo colores amasados de forma confusa y contenidos por una multitud de líneas absurdas que forman una muralla de pintura.
—Me parece que nos equivocamos –replicó Porbus.
La glosa y la cita pertenecen al celebérrimo cuento de Balzac “La obra maestra desconocida”, cuento que no pude dejar de evocar al intentar explicarme lo que la obra de Adam Goldstein suscita en el espectador a través de la cual es posible participar, primero, de esa cierta perplejidad ante la pura y densa materialidad del lienzo (perplejidad prefigurada por Balzac a través de Poussin y Porbus), para, en un segundo término, ceder el paso a la mirada, a la reflexión y al hallazgo.
Goldstein ha renunciado en sus óleos a la línea para concentrarse en la obtención de volúmenes, texturas y efectos cromáticos. No obstante, detrás de esos volúmenes, texturas y efectos hay algo más: una segunda o tercera mirada nos van revelando indicios de que en la densidad material de las pinturas (veinte o treinta capas superpuestas) se acumulan sentidos de los que apenas podemos advertir indicios, sutiles signos o promesas que el autor ha decidido esconder al espectador indiferente o apresurado.
Volviendo al relato de Balzac: el cuadro que provoca el desconcierto de Poussin y Porbus guarda, en una de sus esquinas, la revelación de un primoroso pie que parece cobrar vida.
Acercándose, distinguieron en un rincón de la tela la punta de un pie desnudo que salía de aquel caos de colores, de tonos, de matices indecisos, una especie de bruma sin forma; ¡pero qué pie tan delicioso, qué pie tan vivo! Se quedaron petrificados de admiración ante aquel fragmento escapado a una increíble, lenta y progresiva destrucción. Aquel pie aparecía allí como el torso de alguna Venus de mármol de Paros que surgiese entre los escombros de una ciudad incendiada.
—Aquí debajo hay una mujer –exclamó Porbus señalando a Poussin las diversas capas de colores que el viejo pintor había superpuesto sucesivamente creyendo perfeccionar su cuadro.
Debajo de las capas de colores de los cuadros de Adam Goldstein perviven, como insospechados indicios, visiones de un mundo interior, sutiles fragmentos de identidad de los que apenas obtenemos vestigios; los efectos translúcidos expuestos a la mirada del espectador intentan sugerir esto. En la pintura de Goldstein creo poder advertir eso que Cezanne denominaba “temperamento”, es decir, la presencia de cierto impulso natural, la existencia de una tozuda fuerza ininteligible que convierte esa ansia incomunicable del artista en obra.
Si quisiéramos valernos de la archiconocida alegoría de la caverna (σπήλαιον) podría afirmarse que Goldstein intenta hacer de la obra de arte (invirtiendo la dirección a la mimesis platónica) un último refugio del ideal inaccesible, resguardado como símbolo y secreto debajo de las sucesivas y obstinadas capas de pintura. El habitante de la caverna o gruta se pasea ya no entre sombras sino entre frescos que le prometen una verdad (o en este caso, una visión) que apenas puede intuir a través de una mirada reconcentrada.