Noticia-juan-cardenas-2(0).webp

26 de agosto 2024

'Me la pasaba en el bosque en plan de cacería. Hoy espanto las mirlas que se comen las moras de mi jardín con una carabina de aire comprimido'. Autorretrato de Juan Cárdenas

 

No sabe si nació en Bogotá o en Popayán “porque en 1939 era muy chiquito” y no se acuerda. Fue amigo de Luis Caballero, Carlos Rojas y Feliza Bursztyn; su hermano también es artista. Y también es uno de los grandes. Vivió en Estados Unidos su infancia y su juventud y aprendió español con La vorágine. Está casado con la artista Mónica Meira. Lo encarcelaron por hablar del tráRco de cocaína en una caricatura con el escudo nacional. Es uno de los grandes pintores colombianos de todos los tiempos y tal vez uno de los menos visibles. Este es su autorretrato.


La casa de Juan Cárdenas está llena de cuadros por terminar. Les falta un detalle pequeño, una pincelada más, un rostro por definir. Cosas que solo sus ojos detectan, por supuesto. Para los visitantes son difíciles de descubrir. Están en las paredes de la sala, en el comedor, en los pasillos y, claro, en sus dos talleres. En el que le abre sin problema a la visita –esta mañana de lunes son dos periodistas intrusos– y en ese taller donde pinta todos los días, donde tiene las obras que apenas están saliendo de su cabeza, los espejos, los pinceles más frescos, y al que no le gusta que nadie ajeno entre. Juan Cárdenas Arroyo es uno de los pintores fundamentales en la historia del arte colombiano y, sin temor a exagerar, uno de los que menos han protagonizado entrevistas o reportajes. Lo suyo siempre ha sido estar de puertas para adentro. Lo suyo ha sido permanecer días, semanas, meses, incluso años, frente a un mismo cuadro, definiendo cada línea, precisando cada color, hasta darlo por terminado.

 

Cuando tenía cuatro o cinco años –en la Popayán donde su familia tiene sus raíces desde siglos atrás–, Juan Cárdenas ya se sentaba en el piso de su casa, rodeado de papeles y cajas de colores, a dibujar. No había voces que le dijeran que mejor se dedicara a otra cosa. En su casa el arte volaba sin problema. Su padre, Jorge Cárdenas Nannetti, escritor, economista, editor, fundador de agencias de prensa, era un hombre de letras que también tenía talento de dibujante. Su madre, Margarita Arroyo Arboleda, amante furibunda de la lectura, también fue vital a la hora de alimentar la vocación que empezó a surgir en Juan. La misma de su hijo mayor, Santiago, otra figura clave del arte colombiano. Lo de los Cárdenas venía de cuna.

 

No había cumplido diez años cuando –con su familia– se fue a vivir a Nueva York. En plena posguerra, Juan Cárdenas encontró un país nuevo lleno de euforia. Todo parecía tener un esplendor que para el niño recién llegado era llamativo. Estudió sus primeros años en el Colonial School, una escuela pública en Pelham. Un día, su padre lo llevó a él y a su hermano al Museo Metropolitano de Nueva York. Tantas obras maestras. Tantas imágenes por descubrir. Fue un momento de epifanía. Porque, al salir, Juan tenía la convicción de dedicar su vida a la pintura. Así ha sido.


Graduado en Rhode Island School of Design, en Providence, Cárdenas volvió a Colombia a finales de los años sesenta. Era una visita con pasaje de vuelta, pero decidió quedarse. Mientras su carrera de pintor se afianzaba, buscó otras actividades paralelas que le permitieran “ganarse la vida”. Hizo caricaturas políticas que publicaba en medios impresos nacionales. Algunas lo metían en líos con el gobierno de turno. Tanto que terminó por pasar varios días detenido en un calabozo. Incluso ahí, tras las rejas, Cárdenas no dejó de pintar. También trabajó como profesor en la facultad de Artes de la Universidad de los Andes, que entonces conducía Juan Antonio Roda. No pasó mucho tiempo antes de que su presencia se hiciera sentir: le dio por llevar a sus alumnos a la morgue para que estudiaran anatomía en el proceso de disecar cadáveres. El método fracasó: sus alumnos caían, en fila, desmayados.

 

Su obra empezó a mostrarse en exposiciones –en 1973 hizo su primera exhibición individual en el Museo de Arte de Bogotá–, sus cuadros comenzaron a recibir premios –en 1974, un autorretrato suyo obtuvo el Premio Nacional de Pintura en el Salón Nacional de Artistas–. Sin embargo, poco a poco, la carrera de Cárdenas empezó a desarrollarse más hacia adentro. Lo de él, desde entonces, ha sido debatirse solo, con sus propios ángeles y demonios, en su taller. Atender el llamado de su subconsciente –como él mismo ha explicado– y llevarlo al lienzo sin responder a otra fidelidad que no sean sus ideas. A Juan Cárdenas nunca lo han movido las modas, ni las tendencias, ni las voces apocalípticas que han salido a gritar que la pintura tiene los días contados. Lo suyo no responde a mandatos externos.

 

Un autorretrato o la reconstrucción de un momento histórico. Los recovecos de su propio taller o un paisaje rural. Cuadros figurativos o abstractos. En el taller que nos enseña está el boceto del retrato que hizo de García Márquez en Nueva York por pedido de él, pero decidió que Gabo no estuviera solo y pintó también a Mercedes Barcha –porque fue amigo de ambos– con una larga cabellera naranja como la de la protagonista de Del amor y otros demonios. En la sala y el comedor hay, además de varias obras de su esposa, un cuadro de Manuelita Sáenz y varios cuadros de la Independencia, con escenas de una Bogotá y un país que ha reconstruido a partir de crónicas históricas de autores como José María Cordovez Moure y Pedro María Ibáñez. Su obra –también poblada de monstruos, personajes mitológicos y espacios arquitectónicos– recorre todo sin que nada le resulte ajeno. Sus pinturas lo han retado a él –al crearlas– y retan al espectador al observarlas. Porque ahí están expuestas complejidades, obsesiones, búsquedas. Como el propio Cárdenas escribe en el catálogo de su reciente exposición, ‘Pinturas y Dibujos’, en la galería La Cometa, su territorio es “el extraño fenómeno de la vida y la existencia”. “Y creo que el artista debería poder decir: ‘yo tuve la suerte de saborear la existencia, y en ese corto lapso, esto fue lo que vi’”. Fiel a su temperamento, reservado, esquivo a las cámaras y grabaciones, Juan Cárdenas pidió contestar las preguntas de esta entrevista por escrito. Estas son sus respuestas.


En algunos textos biográficos se lee: ‘Juan Cárdenas, Bogotá, 1939’. En otros: ‘Juan Cárdenas, Popayán, 1939’. Nació “por casualidad” en Bogotá, pero se siente totalmente popayanejo.

 

¿Cómo recuerda su infancia en Popayán?


Me dicen que nací en 1939 (pero yo era muy chiquito y no me di cuenta). Pasé varios años de mi infancia en Popayán y el recuerdo que tengo de ella es el de un mundo adormecido en el siglo XIX, donde no se producían sino poetas, historiadores, políticos, intelectuales y presidentes. No obstante su gran cultura, los intelectuales de aquel tiempo desconocían la tabla de los elementos de Mendeléyev y juraban que solo existían los cuatro elementos de Aristóteles, la tierra, el aire, el agua y el fuego. Pero era una gente buena, sana, culta y encantadora. Mi padre contaba que él y sus hermanos iban al colegio con zapatos de cuero, pero se los quitaban y los dejaban en la puerta antes de entrar, para no humillar a los niños pobres que andaban descalzos. El trato entre los diferentes estratos sociales era amistoso, cortés y respetuoso. No existía el odio y la agresividad que con los años fue carcomiendo el tejido social. Nuestra casa materna era una inmensa construcción de dos pisos que databa de la colonia y la familia alquilaba uno de los varios patios interiores para hacer corridas de toros. Era un mundo que alcancé a saborear un poquito antes de que desapareciera para siempre.

 

¿Qué tan duro fue para usted dejar su mundo en Colombia –colegio, amigos, entorno, naturaleza– y adaptarse a una nueva vida en Estados Unidos?


La familia salió de Colombia en 1947 con destino a Nueva York, a los dos años de haber terminado la Segunda Guerra Mundial. Yo tenía siete años. Durante mucho tiempo soñé y añoré las fincas del Cauca, sus haciendas, sus caballos y ganados. Mi padre nos había regalado a mi hermano Santiago y a mí una potranca negra de la que nunca pude gozar y que extrañé por mucho tiempo hasta que su recuerdo se fue desvaneciendo y me fui adaptando a un país que me parecía gris y lúgubre en donde hablaban otro idioma. Pero uno de joven se acostumbra a cualquier cosa y yo me acostumbré rápidamente a la vida estadounidense.

 

¿Cómo era ese país al que llegó, qué le causó mayor impacto?
En esos años Estados Unidos llegó a ser la nación más poderosa del mundo. Había ganado la guerra mundial y su economía estaba boyante. Las fábricas, que se habían dedicado a producir tanques, buques y aviones de guerra, empezaban a producir carros, neveras y televisores, así como una infinidad de bienes que la gente acogía con los brazos abiertos. Era un boom económico que trajo una prosperidad sin igual. Fueron unos años de euforia y bienestar, pero yo no me di cuenta de eso hasta mucho después. En aquel entonces me parecía normal. Había muerto Franklin Roosevelt y lo había reemplazado el presidente Truman. La cultura popular estadounidense se había disparado, surgieron el rock and roll, el jazz, cantantes como Bing Crosby. La industria cinematográfica de Hollywood conquistó el mundo y en las artes plásticas el expresionismo abstracto se imponía hasta en París. La música clásica que se escuchaba en la radio y la televisión fue desapareciendo año tras año y fue reemplazada por una cultura populista. En esos años surgió un mercantilismo desaforado que eventualmente dio lugar al concepto del pop art.

Su padre lo llevó al Museo Metropolitano de Nueva York, cuando usted era un niño, y esa visita fue fundamental para tomar la decisión de ser pintor. ¿Cómo recuerda esa visita? ¿Qué obras le impactaron más en ese momento?

 

Cuando mi hermano y yo teníamos alrededor de once años, mi padre nos llevó al Museo Metropolitano de Nueva York con el fin de “desasnarnos” (esas eran sus palabras) e introducirnos al arte y la historia de la humanidad. Yo no sabía que existían los museos, nunca había visto uno, mucho menos un museo enciclopédico como el Metropolitano. ¡Esa experiencia fue absolutamente transcendental para mí! Allí había desde momias egipcias, urnas griegas, esculturas romanas, tejidos incaicos y hasta dormitorios enteros de la realeza europea del siglo XIX. Pero fue la pintura europea lo que más me conmovió. Eran mundos fascinantes que cada pintor había creado en lienzo; imágenes que resucitaban seres de otras épocas, mundos ya desaparecidos que hablaban de antiguos imperios, vidas y acontecimientos excepcionales, lugares de ensueño, en fin, era la historia de la humanidad y sus pensamientos milagrosamente conservados para siempre en el espacio pictórico de un lienzo como si fueran insectos preservados en ámbar. Esos cuadros me sacudieron profundamente y al salir del museo y bajar por aquellas escaleras majestuosas de ese bello edificio, tomé la decisión de ser pintor.

 

Pero hubo un tiempo en que, para usted, las caricaturas que pintaba su padre eran mejores que los cuadros de Velázquez. ¿Cómo es la historia de cuando entraba sin permiso a la biblioteca de su papá y chismoseaba entre sus dibujos?
Mi hermano mayor, Santiago, y yo éramos todavía niños cuando entrábamos a escondidas a la biblioteca de mi padre a husmear sus libros con la esperanza de hallar algunas láminas divertidas, y descubrimos un libro de Diego Velázquez. Cerca de este había un cuaderno de dibujos con las tiras cómicas de un tal Gato Tiburcio dibujadas por mi padre. Él las había creado con el fin de complementar un servicio de noticias periodísticas que junto a su hermano, Eduardo, vendían a los diarios de América Latina en una empresa de su creación (Editor’s Press Service). Las tiras cómicas estaban de moda y los periódicos de la época las buscaban para amenizar y vender su producto. A Santiago y a mí nos parecía imposible que manos humanas hubieran plasmado semejantes maravillas como los cuadros de Velázquez y el Gato Tiburcio y con profunda admiración debatimos cuál de los dos era mejor. Terminó ganando el Gato Tiburcio, ¡pero no por mucho! Todo esto lo hacíamos a escondidas porque el libro de Velázquez tenía desnudos. Años después, cuando entré a la universidad a estudiar Bellas Artes, Velázquez le tomó ventaja al Gato y desde entonces esa ventaja se ha ido incrementando.


Antes de llegar a sus tiempos de universidad, hablemos de otra cosa. Usted escribe con las dos manos y lo hace, además, en sentido contrario. Sus profesoras en el colegio lo regañaban por eso. ¿Cómo empezó a escribir de esa manera? ¿Le ha dado alguna ventaja a la hora de pintar?


Estos años los pasé estudiando en excelentes colegios, que todavía recuerdo con admiración y respeto, en los que cursé estudios de primaria y secundaria. En aquella época yo escribía con las dos manos simultáneamente; con la derecha a la derecha y con la izquierda a la izquierda. Esto lo hacía desde que era niño en Colombia, con el fin de apresurar las tareas repetitivas. Siempre pensé que era una cosa normal. Recuerdo que mis profesoras me regañaban porque eso era mal hecho. Más tarde me di cuenta de que lo más probable era que yo tenía un corto circuito en el cerebro. Pero hasta el día de hoy uso las dos manos indistintamente para dibujar, pintar, escribir y demás oficios que se presenten. Nunca he sentido que eso me haya perjudicado.


En esos tiempos de colegio era deportista, entre otros practicaba garrocha y salto largo. ¿El deporte siguió siendo importante en su vida?


Tanto Santiago como yo éramos deportistas en la juventud. Él sobresalía en carreras de larga distancia y siempre ganaba medallas. Yo saltaba en garrocha, pero nunca sobresalí ni gané medallas. Hasta que, a punta de sufrir porrazos dolorosos, y cansado de ellos, cambié de deporte. Opté por el tiro al blanco con carabina. Me la pasaba en el bosque en plan de cacería, deporte que practico hasta el día de hoy espantando las mirlas que se comen las moras de mi jardín, con una carabina de aire comprimido, aunque a veces uso la cauchera.

 

¿En algún momento pensó en tomar un rumbo profesional diferente al arte?


Siendo joven impetuoso y lleno de energía, jugué con la idea de aplicar a la academia militar de West Point, pero no tuve éxito por no ser ciudadano americano. No obstante, la fascinación con el arte me consumía y dibujaba continuamente en mi juventud. Volvía cada rato al Museo Metropolitano. Desde esos momentos no dejé de visitar cada año el Metropolitano, así como los museos El Prado, el Louvre, la National Gallery de Londres y la de Washington, el Rijksmuseum, el Uffizi, el Musée d’Orsay, entre muchos otros.

 

Estudió en Rhode Island School of Design. Ya en perspectiva, ¿qué fue para usted lo más importante de formarse allí?


A la hora de decidir la carrera que quería seguir, sin la menor vacilación escogí Bellas Artes. Apliqué a la Universidad Rhode Island School of Design y fui aceptado. Allí cursé cuatro años y me gradué en 1962 con el título de “Bachelor of Fine Arts”. Esta universidad era considerada la mejor en los Estados Unidos para estudiar artes y ofrecía cursos de intercambio con la Universidad de Brown, que quedaba a unas pocas cuadras. Curiosamente, en esa época le exigían al estudiante de arte tomar cursos de física, y ofrecían electivos como filosofía, música y psicología. Hoy dudo que le exijan física a un estudiante de arte en una universidad. Eran otras épocas y me alegra haber tomado cursos de física, filosofía y música clásica. Es tan importante para un artista de nuestros tiempos tener una formación cultural humanista, amplia, que le permita entender el fenómeno de la creatividad del género humano y así poder evaluar lo que es realmente meritorio y lo que no es.


Prestó servicio militar también en Estados Unidos. ¿Es cierto que estuvo a punto de tener que ir a Vietnam? ¿Cómo fue esa experiencia?


Al terminar la universidad presté servicio militar por dos años en el Ejército estadounidense, en la división 101 de paracaidismo. Pero no como paracaidista, sino como ingeniero de combate. Mi oficio era construir puentes, baluartes, parapetos y caminos para el ejército que venía atrás. Me libré de ser enviado a Vietnam por dos semanas al cumplir mi tiempo de servicio. No obstante, la experiencia militar fue sumamente interesante y útil porque le forma el carácter a un joven y lo prepara para enfrentar el peligro si algún día se ve obligado a defender la democracia. La vida no siempre es color de rosa. 

 

¿Qué lo llevó a volver a Colombia? ¿Cómo era esa Bogotá que lo recibió en ese momento? 


A finales del año 65, me embarqué en la bahía de Nueva York para regresar a mi patria. Prácticamente no la conocía, había salido muy joven. Regresé por barco con gran entusiasmo y con la ilusión de subir por el río Magdalena en un buque de vapor del siglo XIX, rodeado de cocodrilos, manglares y micos escandalosos de lado y lado del río. ¡Qué desilusión! Todo eso había desaparecido y me tuve que contentar con abordar un avión hasta Bogotá. Pero encontré una ciudad y un país encantador y me quedé. Era otra Bogotá. La calle cien no existía. De allí hacia el norte todo era potreros. La Avenida Jiménez, donde yo iba con frecuencia a perfeccionar mi castellano entre hampones y vendedores ambulantes, era fascinante por los personajes que la habitaban. Abundaban los locos, los semilocos y los que estaban en vía de enloquecer.

 

Una anécdota en medio de su regreso al país: ¿es verdad que su padre le dio una edición de La vorágine para que entrenara el español?


Yo hablaba mal el español y, siendo todavía militar, le pedí a mi padre que me mandara un libro en castellano para mejorar esa deficiencia. Me mandó La vorágine, de José Eustasio Rivera. En mis tiempos libres, me iba a la biblioteca del batallón y con la ayuda de un diccionario, y subrayando palabra por palabra, mejoré mi vocabulario, que en ese entonces era el de un principiante. Mi primer idioma era el inglés.  

 

Ya aquí en Bogotá comenzó a trabajar en diferentes medios impresos, como caricaturista. Una de las primeras que publicó lo metió en líos con el gobierno de turno. ¿Cómo fue esa historia?


Para ganarme la vida, me lancé como caricaturista político en La República, EL TIEMPO, El Espacio, que en esos años comenzaba su existencia, y la revista Flash. Creo que fue la segunda caricatura que publiqué la que molestó al presidente y eventualmente terminé en los calabozos del DAS. Era una caricatura que mostraba el escudo nacional con el presidente como cóndor y en sus garras una cinta que decía “calumnias que abrillantan nuestras reputaciones” (frase del mandatario). Las cornucopias eran reemplazadas por automóviles Volkswagen llenos de dinero en los baúles, que aludían al contrabando de automóviles en que el secretario de la Presidencia estaba involucrado. En seguida figuraba el gorro frigio clavado en una estaca con una corbata en el cuello y abajo, en el istmo de Panamá, se veían dos barcos contrabandeando cocaína, que en esos tiempos se iniciaba en Colombia.

 

¿El hecho de terminar en los calabozos no le quitó las ganas de seguir publicando caricaturas?


Las setenta y dos horas que pasé detenido en el DAS no fueron suficientes para amedrentar mi entusiasmo por la caricatura. Continué varios años más ejerciendo el oficio y hasta el día de hoy sigo dibujando caricaturas, que no publico, pero con las que irrumpo en carcajadas en la intimidad de mi estudio. La caricatura era tan mal pagada que, con gran tristeza, me tocó abandonarla como método de subsistencia. Lo que me pagaban apenas me alcanzaba para comprar una bolsa de papas fritas en San Victorino, que era mi almuerzo. Luego, para sobrevivir me dediqué a estudiar cine animado por mi cuenta. Conseguí una moviola manual en la que estudiaba, fotograma por fotograma, los cines de Walt Disney, copiando los movimientos de cada personaje en un cuaderno de dibujo hasta que aprendí cómo animar un personaje. De allí en adelante, con la colaboración de un excelente cineasta y fotógrafo, Héctor Acebes, logré prestar el servicio de cine animado a las agencias de publicidad capitalinas, y mi dieta de papas fritas subió de escalafón a un plato de frijoles de almuerzo.

 

También llegó a la Universidad de los Andes, como profesor en su facultad de Artes, llamado por Juan Antonio Roda. ¿Le gustaba ser profesor en un tema tan difícil de enseñar como el arte?


En aquellos días, Juan Antonio Roda, director de la escuela de Bellas Artes de la Universidad de los Andes, me propuso que dictara un curso de dibujo anatómico para artistas de la facultad. Acepté la oferta. La enseñanza del arte es muy difícil porque no se le puede presentar al alumno material para que lo aprenda y lo memorice como sí se puede hacer con las ciencias, las matemáticas, la historia o el derecho. En el arte se trata de que el individuo comente sus propias vivencias de una manera especialmente interesante y excepcional. Conseguí permiso para llevar a mis alumnos a dibujar cadáveres en la Universidad Javeriana. Pero las alumnas se desmayaban al ver órganos humanos flotando en las tinas de formol. Además era muy difícil distinguir los diferentes tejidos de un cadáver porque todo se veía muy parecido en un cuerpo sin vida.


¿En esas clases conoció a su esposa, la artista Mónica Meira?


Mi esposa, Mónica, fue de las pocas que no se desmayaron. Eso me llamó la atención y me casé con ella. Pero me vi obligado a desistir de enseñar dibujo anatómico con cadáveres.  

 

Durante esos años la presencia de Marta Traba era determinante en el rumbo que tomaba el arte colombiano. ¿Cómo se la llevaba con ella? ¿Cómo considera el papel que tuvo?


Marta Traba era una persona inteligente y valiosa. Ayudó mucho a despertar la conciencia artística en Colombia. Pero creía demasiado en las corrientes artísticas extranjeras, cosa que yo considero perjudicial.


Desde el comienzo de su carrera usted decidió, precisamente, ser fiel a sus propias ideas. Y el autorretrato ha sido fundamental en su obra. ¿Cuál ha sido su búsqueda al trabajar su rostro?


Toda obra de arte es, en cierta manera, un autorretrato del artista que la creó, ya sea literaria, musical o pictórica. Pero el autorretrato, como tal, dice mucho del artista que lo pintó. Para mí, el autorretrato es mucho más que una imagen reconocible del pintor. Debe ir más allá de lo reconocible.


Tiene dos talleres: uno que funciona como showroom, otro que mantiene reservado para usted. ¿Por qué no le gusta mostrar su lugar de trabajo?


El taller donde yo trabajo es un lugar muy privado e íntimo. Ni siquiera tolero modelos mientras pinto, y es perjudicial e incómodo cuando un visitante comenta una obra que está en proceso. Me hace pensar en la última novela de García Márquez, que sus familiares publicaron estando en una etapa en que Gabriel jamás lo hubiera permitido. Miguel Ángel Buonarroti decía que él quemaba sus dibujos malos para que la posteridad no lo juzgara por ellos. 


Alguna vez contaba que entre sus aficiones estaba restaurar instrumentos antiguos, como violines. ¿Sigue haciéndolo?


Siempre he tenido una fascinación con la música clásica y con la construcción de instrumentos. Por varios años me obsesioné con la construcción del violín y me dediqué a la restauración de violines antiguos. Es increíble que con cuatro palos y un poco de crin de caballo se puedan sacar sonidos tan sublimes como los que sacaba un gran violinista como Pablo Sarasate. El misterio acústico que encierra el diseño de un gran violín de Cremona merece todo mi respeto.


Ese gusto por la música lo ha llevado también a probarse como guitarrista...


Yo toco guitarra clásica. La vengo tocando todas las noches desde que era joven, pero nunca llegaré a ser concertista. Hace años, cuando tocaba el violín, mis hijos me gritaban: “ya no más, papi, cállate, ¡no más!”. 


¿Cómo ha sido su amistad con otros artistas? ¿Si se hacen buenos amigos en el mundo del arte?


Mónica y yo tuvimos varios artistas colombianos de amigos. La mayoría han muerto, pero guardamos un gran recuerdo de ellos. Carlos Rojas, por ejemplo, nació con una sensibilidad estética asombrosa. En su caso era un don genético, casi diría que nunca tuvo que estudiar arte. Luis Caballero, además de ser un gran amigo, era un artista muy talentoso y culto. Era de los pocos que sabían de arte verdaderamente. Con él se podía hablar del tema en serio. Feliza Bursztyn también fue una buena amiga, muy divertida y muy creativa. Rafael Puyana, clavecinista, fue de nuestros mejores amigos. Un hombre erudito, refinado, culto y gran músico. Nos aportó mucho. Guardo un gran recuerdo de él y confieso que hace mucha falta.


Ha dicho que a veces se siente más arqueólogo que pintor, por su interés de reconstruir la vida cotidiana del pasado. ¿Por qué le interesa tanto la historia?


La pintura histórica, género que me interesa mucho, fue prácticamente prohibida en el siglo XIX con el auge del modernismo. El impresionismo y el postimpresionismo le dieron el golpe de gracia. La ideología de la vanguardia nos la prohibió, y aunque el escritor, el historiador, el músico y hasta el político tienen el derecho de tocar el tema, el pintor no. El pintor no tiene esa libertad de expresión porque la teoría del arte contemporáneo se lo prohíbe. Pero el pintor puede prestar un gran servicio a la sociedad como arqueólogo con el arte visual. El artista puede recrear lugares y personajes que ya no existen y permitirnos ver cosas que han desaparecido, quizá hace millones de años. Puede comentar y preservar la historia. Pero, claro, eso no se considera arte hoy en día, como sí lo es la lata sellada que contiene defecación humana y que forma parte de la colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York que suelen exhibir de tanto en tanto para el deleite de los amantes del arte.


Suele volver y volver sobre una misma obra. Puede llegar a trabajarla, incluso, durante años. ¿Le interesa dejar en sus cuadros la evidencia del proceso creativo? ¿Persigue la perfección?


En mi caso, trabajo los cuadros una y otra vez. Borro, quito, pinto, raspo, pinto de nuevo. Nunca termino porque al día siguiente veo las fallas o tengo nuevas ideas. Yo reconozco que nunca llegaré a la perfección. ¿Qué tal que lo creyera? Si en el arte se pudiera llegar a la perfección, dudo mucho que yo lo logre.