Una exposición es también una canción.
En «Pyramid Song», el artista, comisario y gestor cultural Javier Arbizu (Navarra, 1984) revela aquello que habita en los intersticios de la lógica y del tiempo. Tomando como punto de partida la arquitectura de las dos salas del espacio expositivo, el artista ha pensado una instalación site-specific con la superposición de un nuevo piso sobre el existente. En él configura una cartografía particular a partir de desplazamientos del plano horizontal; de encofrados que funcionan como detonantes de correspondencias; y de gestos que revelan nuevas posibilidades de sentido para entender un movimiento en el presente.
En la creación de este nuevo estrato está el deseo de representar lo que aún no existe en acto, sino en potencia; de dar forma a las lógicas de la intuición. Arbizu explora las ideas de mutabilidad, conexión y duplicidad a través de operaciones de yuxtaposición semántica y de tensión entre los materiales. Las tablas recicladas de madera con las cuales ha construido el piso no ocultan la acumulación de eventos que la superficie ha recibido en el tiempo; por el contrario, los accidentes son acentuados mediante gestos escultóricos que nacen de una negociación entre la intuición y la razón. Tenemos, por ejemplo, el levantamiento de las tablas que se convierten en un paralelepípedo amarillo; la creación de depresiones topográficas que entrañan su propia lectura; o la disposición de cuñas metálicas en las uniones entre el suelo y la pared que parecen sostener algo más que lo evidente.
Entre todos estos elementos, resaltan las grietas sinuosas revestidas de metal que aparecen sobre la superficie. Estas fisuras son vasos comunicantes entre los objetos de la instalación que hacen referencia al psicoducto como elemento conector entre la vida y la muerte (1); una estructura que tiene la capacidad de representar las lógicas de lo inmaterial y un ejemplo de cómo puede darse forma a necesidades que aluden a lo intangible. Lo anterior, sumado a la disposición que Arbizu ha elegido para los elementos, logra crear un ordenamiento espacial que resulta en una topología donde las nociones de distancia y cercanía determinan la interacción del visitante con la exposición. Se trata de un juego háptico en donde el cuerpo en movimiento es quien activa las piezas.
La cuerda vibra, el nudo se desenlaza.
Las esculturas sobre las paredes enseñan la transformación de elementos reconocibles, cotidianos, ahora representados con cierta extrañeza, fueron creadas a partir de aleaciones con distintas proporciones entre bismuto, estaño y zinc a través de procesos como el ensamblaje, el vaciado, la soldadura y la desintegración. Las cerraduras que vemos no protegen ninguna puerta, los grifos no giran para obtener agua y las llaves no abren cajas contenedoras. Es como si se tratara de cuerpos autónomos donde la imposibilidad de la acción es un fin en sí mismo. Esto mismo ocurre con los conjuntos de pies rotos e inmóviles, que nos sugieren la presencia pasada de otro cuerpo.
En todo esto hay una ruptura semántica, una erosión de la imagen que da lugar a una apertura sensible capaz de transmitir una alquimia personal y reconocer la agencia de la materia. Javier Arbizu escucha y dialoga con ella, observa su violencia intrínseca, su vitalidad contenida.
“All the things I used to see (...)
All my past and futures (...)
There was nothing to fear and nothing to doubt”.
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(1) La función del psicoducto era permitir el descenso al inframundo o Xibalbá. La estructura fúnebre hacía parte de la tumba de Pakal el Grande, Rey Maya de Bàak durante el siglo VII d.C. y fue encontrada en 1952 por el arqueólogo Alberto Ruz en lo que hoy conocemos como Palenque, Chiapas, México.